Para conseguir un objetivo normalmente lo que hacemos es tomar una decisión que supuestamente nos va a llevar a ese objetivo y la ponemos en práctica. Si no conseguimos lo que pretendíamos corregimos hasta que conseguimos el objetivo buscado o nos damos cuenta que esa meta no se puede alcanzar.
Parece que hasta aquí todo bien. Pues no. Este es un modo erróneo de decidir. Pues con la decisión seleccionada y su puesta en práctica, además de alcanzarse o no el objetivo, puede tener otras consecuencias que no habíamos contemplado y podemos estar metiéndonos en un atolladero mayor.
Cuando tomamos una decisión hemos de intentar evaluar todas sus posibles consecuencias. Si nos fijamos solo en si vamos a conseguir el objetivo que pretendíamos no estaremos evaluando bien la decisión. Estaremos haciendo una evaluación parcial, y por tanto incorrecta por incompleta.
A grandes rasgos, una decisión hay que evaluarla bajo tres dimensiones: la primera ¿consigo o no el objetivo que pretendo? Segunda ¿Qué les pasa a las personas a las que les afecta esta decisión que voy a tomar? Y por último ¿Qué consecuencias tiene en mí esta decisión tomada? En concreto, ¿me hago mejor o peor persona? ¿Me hago injusto porque estoy cometiendo una injusticia? ¿Me hago más o menos confiable?
Es un análisis bastante genérico el que propongo, pero muy aplicable. Se podría hablar mucho más de estos tres tipos de consecuencias que hay que analizar, pero la brevedad de los mensajes de este blog no lo permite. En mis clases en el IESE abundo mucho más en este asunto. Hasta el jueves que viene.
