Todas las personas tenemos cualidades y defectos. Nadie es ni perfecto ni miseria absoluta. A veces al relacionarnos con otros, si nos caen bien no surge ningún problema, pero si no acaban de caernos bien magnificamos el juicio subjetivo que hacemos de sus defectos y pasamos por alto sus buenas cualidades.
En cambio, cuando nos juzgamos a nosotros mismos no advertimos nuestros defectos y nos regodeamos en nuestras cualidades.
Es más, a veces somos inconscientes de nuestros defectos, e incluso un defecto lo apreciamos como una cualidad. Me lleva a escribir este post el haber visto esta actitud en dos personas con las que casualmente me he topado recientemente. Satisfechas de si mismas y con juicios duros e injustos hacia algún otro. Son personas que no tocan con los pies en el suelo y que creen que la realidad es la que ellos se imaginan. Un mundo en que ellos son perfectos y los que les caen mal un condensado de defectos.
Contra esta patología que acabo de describir solo hay una receta: humildad. El problema es que el que sufre esa patología, en su tergiversado juicio, también se piensa que es humilde, por lo que el asunto tiene mal arreglo. ¡Qué a gusto se está con una persona humilde!
En contraposición a todo esto, hay personas que son muy duras cuando se juzgan a si mismas. No ven sus cualidades y solo ven sus defectos. A estas personas hay que darles seguridad. Ayudarles. Intentar que mejore su autoestima. Que sientan que se aprecian y valoran sus muchas cualidades. Hasta el jueves que viene.
